El poeta Antonio Machado publicó con asiduidad en el
periódico barcelonés La Vanguardia
durante su estancia en Barcelona. Sus artículos se agrupan bajo el epígrafe "Desde
el mirador de la guerra" y han sido reeditados recientemente con motivo de
la incorporación de la ciudad catalana a la Red de ciudades machadianas.
Este no es, por tanto, un artículo poco conocido,
pero, al coincidir con el 97 aniversario de la muerte del histórico dirigente
socialista Pablo Iglesias, es una buena ocasión para recordarlo.
Machado hace un evocador recuerdo del socialista. Tan
evocador como hermoso.
Pablo Iglesias en un mitin en 1910. Archivo ABC.
Homenaje a Pablo Iglesias en su aniversario. Extraida de internet.
Desde el mirador de la guerra
Lo que recuerdo yo de Pablo Iglesias
por ANTONIO MACHADO
Los que somos ya viejos y empezamos a vivir muy
pronto evocamos hoy, como uno de los más decisivos recuerdos de nuestra
infancia, la figura del compañero Iglesias -así se le llamaba entonces-, de
aquel joven obrero de palabra ardiente, de elocuencia cordial. Era yo un niño
de 13 años; Pablo Iglesias, un hombre en la plenitud de la vida. Recuerdo
haberle oído hablar entonces -hacia 1880- en Madrid, probablemente un domingo (¿un
Primero de Mayo?), acaso en los jardines del Buen Retiro. No respondo de la
exactitud de estos datos, tal vez mal retenidos en la memoria. La memoria es
infiel: no sólo borra y confunde, sino que, a veces, inventa, para
desorientarnos. De lo único que puedo responder es de la emoción que en mi alma
iban despertando las palabras encendidas de Pablo Iglesias. Al escucharle,
hacía yo la única honda reflexión que sobre la oratoria puede hacer un niño: "Parece
que es verdad lo que ese hombre dice". La voz de Pablo Iglesias tenía para
mí el timbre inconfundible -e indefinible- de la verdad humana. Porque antes de
Pablo Iglesias habían hablado otros oradores, tal vez más cultos, tal vez más
enterados o de elocuencia más hábil, de los cuales sólo recuerdo que no
hicieron en mí la menor impresión. Debo advertir que, aunque nacido y educado
entre universitarios, nada habla en mi educación -digámoslo en loor de ella- que
me inclinara a pensar que la palabra de un cajista había de ser necesariamente
menos interesante que la autorizada por la sabiduría oficial. Quiero decir que
no había en mí el menor asombro ante el hecho de que un tipógrafo hablase bien.
La palabra es un don -pensaba yo entonces- que reparte Dios algo a capricho, y
que no siempre coincide con el reparto de diplomas académicos que hacen los
hombres. Para un niño, esto es una verdad muy clara. El tiempo se encarga de
enturbiárnosla con múltiples reservas.
Lo cierto es que las palabras de Iglesias tenían para
mí una autoridad, que el orador había conquistado con el fuego que en ellas
ponía, y que implicaban una revelación muy profunda para el alma de un niño. De
todo el discurso, en que sonaba muchas veces el nombre de Marx y el de algunos
otros pensadores no menos ilustres, que no podía yo entonces valorar -hoy acaso
tampoco-, sacaba yo esta ingenua conclusión infantil: «El mundo en que vivo
está mucho peor de lo que yo creía. Mi propia existencia de señorito pobre
reposa, al fin, sobre una injusticia. ¡Cuántas existencias más pobres que la mía
hay en el mundo, que ni siquiera pueden aspirar, como yo aspiro, a entreabrir
algún día, por la propia mano, las puertas de la cultura, de la gloria, de la
riqueza misma! Todo mi caudal, ciertamente, está en mi fantasía, mas no por
ello deja de ser un privilegio que se debe a la suerte que al mérito propio.
Mucho he pensado, durante mi vida, sobre esta primera
meditación infantil, que debí a las palabras del compañero Iglesias.
Hace muy poco tiempo, un año antes de estallar la
rebelión militar, Ilya Ehrenburg, nuestro fraterno amigo, me recitaba en Madrid
las coplas de Don Jorge Manrique, que él había traducido al ruso y que yo sabía
de memoria en castellano. Muy bien sonaban en la lengua de Tolstoi, y en labios
de Ehrenburg, aquello de
nuestras
vidas son los ríos
que
van a dar en la mar,
que
es el morir;
Y aquello otro de
allí
los ríos caudales,
allí
los otros medianos
y
más chicos,
allegados,
son iguales:
los
que viven por sus manos
y
los ricos.
Y una reflexión escéptica de muy honda raíz en mi
alma, porque arrancaba de otra reflexión infantil , acudía a mi mente. Si los
ricos y los que vivimos por nuestras manos -o por nuestras cabezas- somos
iguales, allegados a la mar del morir, y el viaje es tan corto, acaso no vale
la pena de pelear en el camino. Pero la voz de Ehrenburg me evocaba, también
por su vehemencia, las palabras que Pablo Iglesias fulminaba contra las
desigualdades del camino, sin mencionar siquiera su brevedad. Y aquella
reflexión mía no llegó a formularse en la lengua francesa, que Ehrenburg y yo
utilizábamos para entendernos. Porque, decididamente, el compañero Iglesias
tenía razón, y el propio Manrique se la hubiera dado. La brevedad del camino en
nada amengua el radio infinito de una injusticia, allí donde ésta aparece, nuestro
deber es combatirla.
Hace ya algunos años que la voz de Pablo Iglesias ha
enmudecido para siempre. Yo la oí por segunda y última vez la tarde en que
pedíamos amnistía para los ilustres encarcelados de Cartagena. Llegados al
monumento a Castelar, donde la manifestación debía disolverse, encaramado en el
alto pedestal vimos aparecer a Pablo Iglesias, que nos dirigía la palabra. Las
multitudes aplaudíamos. La voz del orador, algo parda y enronquecida, con
aliento difícil de fuelle viejo, era todavía -para mí, al menos- la voz del
compañero Iglesias, porque en ella aun vibraba aquel su acento inconfundible de
humanidad auténtica.
Yo no sé si la voz de Pablo Iglesias se conserva
fonográficamente. De todos modos, no seré quien lamente la ausencia de ese disco.
Al fonógrafo, tan exacto para registrar lo cuantitativo, las relaciones de más
y de menos en la voz humana, escapa siempre lo cualitativo, ce rien qui est tout,
el timbre que distingue a unas voces de otras. Es la tragedia de la máquina,
tan útil, tan necesaria: a ella se escapa lo vivo casi siempre; lo espiritual,
nunca lo reproduce.
En cuanto a la voz de Pablo Iglesias, del compañero
Iglesias, o, si queréis, del abuelo, yo prefiero escucharla en mi recuerdo o,
mejor todavía, en labios de otros hombres no menos auténticos, no menos
verdaderos, que aun nos hablan al corazón y a la inteligencia.
ANTONIO MACHADO