Este año recordamos el 50 aniversario del fallecimiento de Pablo de Andrés Cobos, maestro republicano segoviano nacido en La Cuesta. Cobos fue maestro de primaria en La Granja entre los años 1925 y 1931.
En julio de 1936 Cobos y su mujer, la también maestra Enriqueta Castellanos, llegan a La Granja a pasar sus vacaciones estivales, pero el 18 de julio sus planes se truncan por el golpe de estado militar y la posterior detención del maestro. Cobos nos cuenta los hechos sucedidos en La Granja durante esos días.
*El texto no incluye el final del mismo, debido a que aparecen datos personales de personas descritas en el texto.
BARTOLO
El día 14 de julio, a las dos de la tarde, iniciaba yo, e compañía de mi mujer, la vacación del año 36. Íbamos a La Granja, en donde ya estaban los hijos, como en veranos anteriores. En el autobús me encontré con el Veterinario de la escolta presidencial, que llevaba el mismo destino, y es encuentro que no he podido olvidar pues la conversación hubo de girar, necesariamente en torno al asesinato de Calvo Sotelo. El día 15 estuve en Segovia, enseñando la ciudad al matrimonio Galera, y pasé por la imprenta de Carlos Martin. Me obligaron allí a redactar un comentario sobre el desgraciadísimo crimen de la República. Fue el momento final de mi actividad periodística; espero todavía la ocasión de goce nuevo de libertad de la palabra.
El comentario fue profético cuando lo redactaba cuando se imprimía, pero no lo fue cuando el semanario dominical se distribuía, pues ya estaba ocupada la ciudad por fuerzas nacionales.
Ese mismo domingo por la mañana y en grupos varios comentábamos en el Medio Punto las noticias primeras del alzamiento militar y eran muy serias las caras. En mi recuerdo queda el pesimismo de A. R., militante de Izquierda Republicana no exento de ambición, y las reservas zorrunas de ciertos derechistas.
Las autoridades provinciales dispusieron la concentración de la Guardia Civil en la capital y La Granja quedó en las manos de la juventud socialista, que redujo sus gestos bélicos a dos simplicísimas tonterías simultáneas e inmediatas al conocimiento del pronunciamiento en Segovia: unos cuantos muchachos, gabarreros, cortaron árboles y los cruzaron en la carretera de Segovia y otros cuantos registraron el cuartel de la Guardia Civil; buscaban armas. Y no encontraron armas, pero asustaron a las mujeres y pagaron luego el susto con las vidas de seis, que no eran. Me decía uno de los ya condenados a muerte: -- Pero, D. Pablo, si yo estuve cortando los árboles.
Creo que fue el día 20 cuando llegó a La Granja el batallón de Transmisiones que huyó del Pardo. La llegada a la puerta de Segovia fue tragicómica porque los muchachos de la juventud socialista se habían puesto la mejor camisa roja para recibirlos. El batallón hizo el viaje al grito de viva la República y en ese grito se ampararon todavía en Villacastín. Pero cuando estuvieron en la puerta de Segovia y descendieron de los camiones y los jóvenes socialistas se disponían a fraternizar, uno de los jefes gritó ¡viva España! y muchos soldados se echaron el fusil a la cara. Los pobres chicos salieron en estampida para quitarse y acaso quemar la camisa roja y limpia. ¡Pobres camisas rojas de la juventud esperanzada y animosa del nuevo y futuro Real Sitio de San Ildefonso!
El batallón de Transmisiones no encontró otra resistencia que la puramente formal que le opuso el Administrador del Patrimonio, que disponía de media docena de guardas forestales, y sólo costó dos vidas, la del Administrador, Sr, Cordero, y la de Joaquín Trillo, médico y republicano y ejemplo máximo de candor infantil. Y he de hacer constar que estas dos vidas fueron concesión graciable de los militares a las damas de la aristocracia palatina, que era residual en los veranos de San Ildefonso. Porque los militares absolvieron al Administrador, a Joaquín Trillo, a Manuel Angulo y a un guarda forestal en el primer Consejo de Guerra que se celebró. Pero, cuando las damas nobles tuvieron noticia de la absolución, organizaron una manifestación tumultuaria, plebeya y envilecida para exigir las vidas de los procesados.
La diabólica furia de aquellas mujeres que habían perdido al mismo tiempo que los privilegios de casta las gracias de su juventud tuvo éxito ante la proverbial gentileza de los militares españoles, que dispusieron nuevo proceso. El Consejo de Guerra segundo condenó a muerte a Cordero y a Trillo, condenó a doce años de prisión menor a Angulo y supongo que absolvió al guarda.
Otra consecuencia de aquella manifestación diabólica, infernal, fue la detención de dos clérigos: D, Pedro Casas, Doctoral de la Colegiata, y D. Cándido, Coadjutor de la parroquia del Cristo. A los dos los hubo de reclamar el Obispo, para salvarlos: D. Pedro se acogió a una modesta parroquia de la Diócesis y D. Cándido, más joven, hubo de refugiarse en el frente, en funciones de capellán. El delito de estos dos clérigos no fue otro que el haber acudido a declarar como testigos de descargo en el primer Consejo de Guerra.
A D. Pedro Casas le vi en mi casa un día, en Madrid, cuando la guerra se alejaba, ¡tan lentamente!, y nos comunicamos nuestra profunda amargura de españoles lacerados. Murió poco después, cuando se disponía a prestarme un gran servicio de tipo familiar. A D. Cándido le encontré ocupado en la parroquia del pueblo de Fuencarral, con dos bodigos en el bolsillo del pantalón y con tan buen humor hacia afuera como amargura hacia adentro. Manuel Angulo fue mucho tiempo compañero mío en el vagabundear carcelario.
Esto quiere decir que la guerra civil no nació en La Granja con el signo trágico que en seguida tuvo y que los manaderos sustantivos de la vesania fueron, en lo local, las damas nobles y un clérigo reptal, que se complacía en acudir como espontáneo a los Consejos de Guerra para declarar contra de los procesados, y, en lo foráneo, los falangistas de Valladolid, que recogieron inmediatamente el señoritismo estéril y resentido de toda la provincia.
Creo que fue el mismo día 20 o el 21 y también en el Medio Punto, por la tarde, cuando le vimos por primera vez la cara al huracán que se estaba desencadenando. En un corro estaban las mujeres y en otro estábamos los hombres, haciendo cortos y lentos paseos. Recuerdo muy bien a un Catedrático de la Universidad de Sevilla, que veía ya una situación cantonal muy dramática, y recuerdo mucho mejor la presencia de Torre Ruiz, el Rector de la Universidad de Valladolid. No me podría fallar este segundo recuerdo porque Torre Ruiz fue una de las encarnaciones de la sabiduría que me deparó mi circunstancia, atendiendo por sabiduría la hombredad, o humanitas, o consistencia de principios sustentantes de conducta. Para que la plenitud de la persona se percibiera mejor, se le veía siempre acompañando a su hermana ciega, que era mujer de muy fina sensibilidad. Torre Ruiz sufrió arresto domiciliario y sobrevivió poco tiempo a la guerra civil.
Con carga de jóvenes vociferantes penetró hasta el fondo de la Alameda una camioneta jadeante y se detuvo ante nosotros para escupirnos aquella locura inicial de los gritos falangistas, con el saludo característico, que, para que fuera reto, se hacía "con rebote". Nos quedamos clavados en el suelo, con hormigueo en las piernas, frío en la espina dorsal, brazos caídos, nudo en la garganta y muy lentificada circulación de la sangre por los vasos. Los gritos se repitieron con furia redoblada... pero la camioneta partió sin que nosotros saliéramos ni del pavor ni del silencio. Y no soy capaz de recordar si en el grupo estaba D. Pedro Casas y fueron sus vestiduras talares las que nos libraron de la agresión, o fue la pura casualidad la que nos cubrió con su manto generoso. Iniciábamos con fortuna la gran aventura que la guerra civil fue para cada uno de los españoles.
He de confesar ahora que a los cuatro o cinco días, ya iniciadas las detenciones, comencé a sentirme resentido, pues entendía que mis condiciones de Maestro laico, de socialista militante y de periodista activo demandaban mayor atención de las autoridades. Era ya el 24 o 25 de julio cuando A. R. me llevó la noticia de que él y yo estábamos vigilados, noticia que me congraciaba con el Comandante militar de la plaza, el Sr. Gazapo. A. R., que era militante de Izquierda Republicana y no estaba exento de ambición política, añadió:
- No me dejaré detener. Si van por mí, saltaré por la ventana y me tendrán que cazar a tiros.
Yo, en cambio, sólo una noche pensé en la fuga, y no por mí, sino para salvar a cuatro muchachos de Misiones Pedagógicas que acudieron a La Granja, hacia mi persona y hacia la frontera. Del peligro me liberó la guardia civil, que madrugó más que yo para ordenar a los fugitivos que se internaran en la Zona.
Al revés, yo entendía que el deber se centraba en la presencia, asumiendo responsabilidades, y declaré improcedente la ausencia de los directivos de la Casa del Pueblo, que se fueron a Madrid y allí se quedaron. Y tuve razón práctica, porque su ausencia multiplicó las detenciones y condenas de familiares y seguidores. Acepté, pues, con cierta complacencia el arresto domiciliario dispuesto por la autoridad militar. Tenía yo un pariente guardia civil con destino en La Granja. Oyó que se ordenaba mi detención y se atrevió a preguntar:
- Es caso grave?
- Es medida preventiva.
- Podría quedar detenido en mi casa?
- No hay inconveniente.
Mi pariente me llevó la noticia por la mañana, me dijo que podía comer con mi familia y que fuera luego a su casa. Así lo hice, sin escándalo alguno, del brazo de mi mujer y con la máquina de escribir en la mano. Pensaba seguir haciendo periodismo.
De esta manera fue el cuartel de la Guardia Civil de San Ildefonso mi primera cárcel, con ingreso del día 30 de julio de 1936, como voluntario, a las tres de la tarde. Vean Vs. cómo eran gentiles todavía las autoridades militares, en La Granja, al menos.
En cuanto a mi pariente, debo hacer constar que pagaba deuda de gratitud, pues cuando los muchachos de la juventud socialista asustaron a las mujeres de los guardias, yo recogí en mi casa a la suya con sus hijos, y a la de otro compañero con una hija, y me apresuré a ofrecer mi casa y mi persona a todas las otras mujeres del cuartel.
Y es claro que la gentileza fue breve; el día 3 de agosto, a las mismas tres de la tarde, y no ya como voluntario, me trasladaron a la prisión general y común, que estaba en las Caballerizas, en una cuadra y en un guadarnés. En la cuadra estaban los del primer proceso y las primeras víctimas, con algunos veraneantes de cierta distinción. En el guadarnés había ya una docena de militantes de la Casa del Pueblo.
Coincidimos en la llegada: mi mujer, con el "hato"; yo, con mi pariente el guardia civil, que hacía mi entrega, y un grupo de requetés, con correajes y armas, víboras en la boca y un vergajo en la mano de un delantero. El grupo de presos se agrupaba en torno a un pilón de agua, abrevadero de los caballos, cuando los hubo, y se entregaban a un placentero lavatorio de cabeza y torso. Los requetés se pusieron en acción inmediatamente:
- Ahí los tenéis; estos son los que nos iban a enterrar.
- Estos son los hijos de... ¡la Pasionaria! ¡Hijos de la Pasionaria!
-Gritad conmigo:¡ Azaña es un cabrón! Sacude al que no grite. ¡Azaña es un cabrón!
- Y conmigo: ¡Largo Caballero es un hijo de la gran puta! Otra vez: Largo Caballero es un hijo de la gran puta! Zúmbale a ese, que no sabe gritar.
Me apresuré a recoger el "hato" de manos de mi mujer y a despedirla y me escabullí hacia el fondo del guadarnés, en donde me entretuve disponiendo mi colchón, mis sábanas, mi manta y mi almohada sobre la cama turca que la ingenuidad de mi mujer había previsto. Les aseguro a Vs. que lentifiqué la escena como lentificaba el barquero el paso de las cabras en el cuento que Sancho contaba a Don Quijote y hasta sería posible que todavía estuviera en aquella tarea mi gusto si no me hubieran forzado.
Porque también los otros presos se fueron refugiando en el interior del guadarnés y en él penetraron los requetés, y en el interior prosiguió la escena, a la vista del guardia que nos guardaba, que se limitaba a decir, de cuando en cuando: "Bueno, vamos; dejarlos ya". Algunas palizas fueron verdaderamente crueles, hasta dejar cicatrices duraderas. Y no eran de Navarra estos requetés tan animosos, porque en una pausa hubo uno que dijo:
-Y el maestro? No hay aquí un Maestro? A ver, el maestro.
No hubo remedio: hube de dar unos pasos al frente, crucé los brazos, serené la mirada cuanto pude y avancé:
- Servidor de Vs.
- De manera que Vd. era el encargado de hacer la revolución en La Granja, eh?
- No respondí nada.
-¿Qué día vino Vd.?
- El 14.
Hubo una pausa mucho más larga. El guardia que nos guardaba insistió de nuevo: "Dejarlos ya". Y nos dejaron. Cuando el guardia que nos guardaba cerró el portalón, todos me miraron con asombro: "Cómo se habrá librado Vd..." Tampoco yo lo supe entonces ni lo sé ahora. Es la ocasión en la que me vi más cerca de la agresión personal. Tampoco sé la forma en que habría reaccionado mi soberbia, porque es desgracia que no sufrí nunca, ni en la infancia, ni en la escuela, ni en el hogar.
Y para que también se asombren los lectores, creo que debo darles noticia ahora y aquí de una anécdota de la posguerra, del año 44 o 45, cuando menos. Me encontré en la calle de la Montera con un ex funcionario del Ayuntamiento de Segovia, que había sido maurista, primero, y falangista furibundo luego, acaso antes loco que malvado. Me saludo con grandes extremos y me dijo:
-¿Qué fue de ti en la guerra?
- Pues en la cárcel.
- Pues dónde te cogió?
- En La Granja.
- ¿En La Granja? ¿Desde el principio?
- Desde el principio.
- ¿Pero estabas allí cuando íbamos nosotros?
- Sin duda.
- ¿Y como no te matamos?...
Tampoco yo sé cómo no me mataron ni cómo nadie me pegó nunca. Y eso que en mis recuerdos de adolescencia está el presentimiento de morir a los treinta y tantos años y tenía 37 en este verano del año 36. Ya ven Vs., estamos en el 66 y sobrevivo al cautiverio.
La realidad con que me encontré en el guadarnés cuando los requetés nos dejaron en nuestra intimidad no era agradable. La guardia abría el portón dos veces al día: por la mañana, para hacer aguas mayores y menores, y por la tarde, para lavarnos en el pilón. Esta segunda apertura se suprimió a partir del escándalo del día de mi ingreso. Para las necesidades corporales urgentes había un cubo en el centro de la sala, junto a un pie de madera. Pero un cubo era muy poca cabida para 24 horas y el orín, con muestras de las características colitis veraniegas, era charco muy ancho cuando llegaba la mañana y las dos ventanas enrejadas que ventilaban el cuarto no daban aire suficiente. Por conducto del guardia que nos guardaba, pedí y obtuve un saco de paja, y también conseguíamos alguna que otra vez que nos abrieran la puerta en casos de apremiantes necesidades.
El torturante olor a mierda fresca era permanente y se adensaba por las noches hasta hacer imposible el sueño; es claro que durante el día no había vigilancia interior y podíamos sestear tanto como nos viniera en gana. Nos cogía así en vigilia la llegada habitual de grupos nuevos a las doce de la noche. Sonaba la llave en la cerradura del portón, se abría este y entraban los seis, o los ocho, o los diez o doce de la redada de aquel día. Era ya habitual la pregunta:
-¿Quién os ha detenido?
-Bartolo.
La respuesta era invariable: Bartolo, y Bartolo era el tonto del pueblo; es decir, uno de los tontos, porque yo conocí dos en La Granja; el otro fue una pobre muchacha que no hizo mal a nadie y a la que todos trataban muy mal. Bartolo fue, en cambio, un verdadero símbolo de nuestra guerra civil; un tonto que se convierte en pieza fundamental de la acción contra el enemigo. Se debe recordar que en el ADELANTADO DE SEGOVIA y en el NORTE DE CASTILLA se prodigaban por entonces los entrefilets destacados en negritas: "Denunciad y detened"; "denunciad y detened", y Bartolo, el tonto de La Granja, tomaba la consigna al pie de la letra en su segunda parte: detenía. Para eso le habían entregado un fusil. Detenía; detuvo, hasta que le quitaron el fusil una noche que quiso divertirse disparándolo en la carretera de Segovia, hasta poner en armas a la guarnición entera. Le quitaron el fusil, pero, claro, no...
FIN