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miércoles, 19 de julio de 2023

EL 18 DE JULIO EN LA GRANJA. LA EXPERIENCIA DE PABLO DE ANDRÉS COBOS


Este año recordamos el 50 aniversario del fallecimiento de Pablo de Andrés Cobos, maestro republicano segoviano nacido en La Cuesta. Cobos fue maestro de primaria en La Granja entre los años 1925 y 1931.

En julio de 1936 Cobos y su mujer, la también maestra Enriqueta Castellanos, llegan a La Granja a pasar sus vacaciones estivales, pero el 18 de julio sus planes se truncan por el golpe de estado militar y la posterior detención del maestro. Cobos nos cuenta los hechos sucedidos en La Granja durante esos días.

*El texto no incluye el final del mismo, debido a que aparecen datos personales de personas descritas en el texto.

 

Pablo de Andrés Cobos, su mujer Enriqueta Castellanos y cinco de sus seis hijos.


BARTOLO

El día 14 de julio, a las dos de la tarde, iniciaba yo, e compañía de mi mujer, la vacación del año 36. Íbamos a La Granja, en donde ya estaban los hijos, como en veranos anteriores. En el autobús me encontré con el Veterinario de la escolta presidencial, que llevaba el mismo destino, y es encuentro que no he podido olvidar pues la conversación hubo de girar, necesariamente en torno al asesinato de Calvo Sotelo. El día 15 estuve en Segovia, enseñando la ciudad al matrimonio Galera, y pasé por la imprenta de Carlos Martin. Me obligaron allí a redactar un comentario sobre el desgraciadísimo crimen de la República. Fue el momento final de mi actividad periodística; espero todavía la ocasión de goce nuevo de libertad de la palabra.

El comentario fue profético cuando lo redactaba cuando se imprimía, pero no lo fue cuando el semanario dominical se distribuía, pues ya estaba ocupada la ciudad por fuerzas nacionales.

Ese mismo domingo por la mañana y en grupos varios comentábamos en el Medio Punto las noticias primeras del alzamiento militar y eran muy serias las caras. En mi recuerdo queda el pesimismo de A. R., militante de Izquierda Republicana no exento de ambición, y las reservas zorrunas de ciertos derechistas.

Las autoridades provinciales dispusieron la concentración de la Guardia Civil en la capital y La Granja quedó en las manos de la juventud socialista, que redujo sus gestos bélicos a dos simplicísimas tonterías simultáneas e inmediatas al conocimiento del pronunciamiento en Segovia: unos cuantos muchachos, gabarreros, cortaron árboles y los cruzaron en la carretera de Segovia y otros cuantos registraron el cuartel de la Guardia Civil; buscaban armas. Y no encontraron armas, pero asustaron a las mujeres y pagaron luego el susto con las vidas de seis, que no eran. Me decía uno de los ya condenados a muerte: -- Pero, D. Pablo, si yo estuve cortando los árboles.

Creo que fue el día 20 cuando llegó a La Granja el batallón de Transmisiones que huyó del Pardo. La llegada a la puerta de Segovia fue tragicómica porque los muchachos de la juventud socialista se habían puesto la mejor camisa roja para recibirlos. El batallón hizo el viaje al grito de viva la República y en ese grito se ampararon todavía en Villacastín. Pero cuando estuvieron en la puerta de Segovia y descendieron de los camiones y los jóvenes socialistas se disponían a fraternizar, uno de los jefes gritó ¡viva España! y muchos soldados se echaron el fusil a la cara. Los pobres chicos salieron en estampida para quitarse y acaso quemar la camisa roja y limpia. ¡Pobres camisas rojas de la juventud esperanzada y animosa del nuevo y futuro Real Sitio de San Ildefonso!

El batallón de Transmisiones no encontró otra resistencia que la puramente formal que le opuso el Administrador del Patrimonio, que disponía de media docena de guardas forestales, y sólo costó dos vidas, la del Administrador, Sr, Cordero, y la de Joaquín Trillo, médico y republicano y ejemplo máximo de candor infantil. Y he de hacer constar que estas dos vidas fueron concesión graciable de los militares a las damas de la aristocracia palatina, que era residual en los veranos de San Ildefonso. Porque los militares absolvieron al Administrador, a Joaquín Trillo, a Manuel Angulo y a un guarda forestal en el primer Consejo de Guerra que se celebró. Pero, cuando las damas nobles tuvieron noticia de la absolución, organizaron una manifestación tumultuaria, plebeya y envilecida para exigir las vidas de los procesados.

La diabólica furia de aquellas mujeres que habían perdido al mismo tiempo que los privilegios de casta las gracias de su juventud tuvo éxito ante la proverbial gentileza de los militares españoles, que dispusieron nuevo proceso. El Consejo de Guerra segundo condenó a muerte a Cordero y a Trillo, condenó a doce años de prisión menor a Angulo y supongo que absolvió al guarda.

Otra consecuencia de aquella manifestación diabólica, infernal, fue la detención de dos clérigos: D, Pedro Casas, Doctoral de la Colegiata, y D. Cándido, Coadjutor de la parroquia del Cristo. A los dos los hubo de reclamar el Obispo, para salvarlos: D. Pedro se acogió a una modesta parroquia de la Diócesis y D. Cándido, más joven, hubo de refugiarse en el frente, en funciones de capellán. El delito de estos dos clérigos no fue otro que el haber acudido a declarar como testigos de descargo en el primer Consejo de Guerra.

A D. Pedro Casas le vi en mi casa un día, en Madrid, cuando la guerra se alejaba, ¡tan lentamente!, y nos comunicamos nuestra profunda amargura de españoles lacerados. Murió poco después, cuando se disponía a prestarme un gran servicio de tipo familiar. A D. Cándido le encontré ocupado en la parroquia del pueblo de Fuencarral, con dos bodigos en el bolsillo del pantalón y con tan buen humor hacia afuera como amargura hacia adentro. Manuel Angulo fue mucho tiempo compañero mío en el vagabundear carcelario.

Esto quiere decir que la guerra civil no nació en La Granja con el signo trágico que en seguida tuvo y que los manaderos sustantivos de la vesania fueron, en lo local, las damas nobles y un clérigo reptal, que se complacía en acudir como espontáneo a los Consejos de Guerra para declarar contra de los procesados, y, en lo foráneo, los falangistas de Valladolid, que recogieron inmediatamente el señoritismo estéril y resentido de toda la provincia.

Creo que fue el mismo día 20 o el 21 y también en el Medio Punto, por la tarde, cuando le vimos por primera vez la cara al huracán que se estaba desencadenando. En un corro estaban las mujeres y en otro estábamos los hombres, haciendo cortos y lentos paseos. Recuerdo muy bien a un Catedrático de la Universidad de Sevilla, que veía ya una situación cantonal muy dramática, y recuerdo mucho mejor la presencia de Torre Ruiz, el Rector de la Universidad de Valladolid. No me podría fallar este segundo recuerdo porque Torre Ruiz fue una de las encarnaciones de la sabiduría que me deparó mi circunstancia, atendiendo por sabiduría la hombredad, o humanitas, o consistencia de principios sustentantes de conducta. Para que la plenitud de la persona se percibiera mejor, se le veía siempre acompañando a su hermana ciega, que era mujer de muy fina sensibilidad. Torre Ruiz sufrió arresto domiciliario y sobrevivió poco tiempo a la guerra civil.

Con carga de jóvenes vociferantes penetró hasta el fondo de la Alameda una camioneta jadeante y se detuvo ante nosotros para escupirnos aquella locura inicial de los gritos falangistas, con el saludo característico, que, para que fuera reto, se hacía "con rebote". Nos quedamos clavados en el suelo, con hormigueo en las piernas, frío en la espina dorsal, brazos caídos, nudo en la garganta y muy lentificada circulación de la sangre por los vasos. Los gritos se repitieron con furia redoblada... pero la camioneta partió sin que nosotros saliéramos ni del pavor ni del silencio. Y no soy capaz de recordar si en el grupo estaba D. Pedro Casas y fueron sus vestiduras talares las que nos libraron de la agresión, o fue la pura casualidad la que nos cubrió con su manto generoso. Iniciábamos con fortuna la gran aventura que la guerra civil fue para cada uno de los españoles.

He de confesar ahora que a los cuatro o cinco días, ya iniciadas las detenciones, comencé a sentirme resentido, pues entendía que mis condiciones de Maestro laico, de socialista militante y de periodista activo demandaban mayor atención de las autoridades. Era ya el 24 o 25 de julio cuando A. R. me llevó la noticia de que él y yo estábamos vigilados, noticia que me congraciaba con el Comandante militar de la plaza, el Sr. Gazapo. A. R., que era militante de Izquierda Republicana y no estaba exento de ambición política, añadió:

- No me dejaré detener. Si van por mí, saltaré por la ventana y me tendrán que cazar a tiros.

Yo, en cambio, sólo una noche pensé en la fuga, y no por mí, sino para salvar a cuatro muchachos de Misiones Pedagógicas que acudieron a La Granja, hacia mi persona y hacia la frontera. Del peligro me liberó la guardia civil, que madrugó más que yo para ordenar a los fugitivos que se internaran en la Zona.

Al revés, yo entendía que el deber se centraba en la presencia, asumiendo responsabilidades, y declaré improcedente la ausencia de los directivos de la Casa del Pueblo, que se fueron a Madrid y allí se quedaron. Y tuve razón práctica, porque su ausencia multiplicó las detenciones y condenas de familiares y seguidores. Acepté, pues, con cierta complacencia el arresto domiciliario dispuesto por la autoridad militar. Tenía yo un pariente guardia civil con destino en La Granja. Oyó que se ordenaba mi detención y se atrevió a preguntar:

- Es caso grave?

- Es medida preventiva.

- Podría quedar detenido en mi casa?

- No hay inconveniente.

Mi pariente me llevó la noticia por la mañana, me dijo que podía comer con mi familia y que fuera luego a su casa. Así lo hice, sin escándalo alguno, del brazo de mi mujer y con la máquina de escribir en la mano. Pensaba seguir haciendo periodismo.

De esta manera fue el cuartel de la Guardia Civil de San Ildefonso mi primera cárcel, con ingreso del día 30 de julio de 1936, como voluntario, a las tres de la tarde. Vean Vs. cómo eran gentiles todavía las autoridades militares, en La Granja, al menos.

En cuanto a mi pariente, debo hacer constar que pagaba deuda de gratitud, pues cuando los muchachos de la juventud socialista asustaron a las mujeres de los guardias, yo recogí en mi casa a la suya con sus hijos, y a la de otro compañero con una hija, y me apresuré a ofrecer mi casa y mi persona a todas las otras mujeres del cuartel.

Y es claro que la gentileza fue breve; el día 3 de agosto, a las mismas tres de la tarde, y no ya como voluntario, me trasladaron a la prisión general y común, que estaba en las Caballerizas, en una cuadra y en un guadarnés. En la cuadra estaban los del primer proceso y las primeras víctimas, con algunos veraneantes de cierta distinción. En el guadarnés había ya una docena de militantes de la Casa del Pueblo.

Coincidimos en la llegada: mi mujer, con el "hato"; yo, con mi pariente el guardia civil, que hacía mi entrega, y un grupo de requetés, con correajes y armas, víboras en la boca y un vergajo en la mano de un delantero. El grupo de presos se agrupaba en torno a un pilón de agua, abrevadero de los caballos, cuando los hubo, y se entregaban a un placentero lavatorio de cabeza y torso. Los requetés se pusieron en acción inmediatamente:

- Ahí los tenéis; estos son los que nos iban a enterrar.

- Estos son los hijos de... ¡la Pasionaria! ¡Hijos de la Pasionaria!

-Gritad conmigo:¡ Azaña es un cabrón! Sacude al que no grite. ¡Azaña es un cabrón!

- Y conmigo: ¡Largo Caballero es un hijo de la gran puta! Otra vez: Largo Caballero es un hijo de la gran puta! Zúmbale a ese, que no sabe gritar.

Me apresuré a recoger el "hato" de manos de mi mujer y a despedirla y me escabullí hacia el fondo del guadarnés, en donde me entretuve disponiendo mi colchón, mis sábanas, mi manta y mi almohada sobre la cama turca que la ingenuidad de mi mujer había previsto. Les aseguro a Vs. que lentifiqué la escena como lentificaba el barquero el paso de las cabras en el cuento que Sancho contaba a Don Quijote y hasta sería posible que todavía estuviera en aquella tarea mi gusto si no me hubieran forzado.

Porque también los otros presos se fueron refugiando en el interior del guadarnés y en él penetraron los requetés, y en el interior prosiguió la escena, a la vista del guardia que nos guardaba, que se limitaba a decir, de cuando en cuando: "Bueno, vamos; dejarlos ya". Algunas palizas fueron verdaderamente crueles, hasta dejar cicatrices duraderas. Y no eran de Navarra estos requetés tan animosos, porque en una pausa hubo uno que dijo:

-Y el maestro? No hay aquí un Maestro? A ver, el maestro.

No hubo remedio: hube de dar unos pasos al frente, crucé los brazos, serené la mirada cuanto pude y avancé:

- Servidor de Vs.

- De manera que Vd. era el encargado de hacer la revolución en La Granja, eh?

- No respondí nada.

-¿Qué día vino Vd.?

- El 14.

Hubo una pausa mucho más larga. El guardia que nos guardaba insistió de nuevo: "Dejarlos ya". Y nos dejaron. Cuando el guardia que nos guardaba cerró el portalón, todos me miraron con asombro: "Cómo se habrá librado Vd..." Tampoco yo lo supe entonces ni lo sé ahora. Es la ocasión en la que me vi más cerca de la agresión personal. Tampoco sé la forma en que habría reaccionado mi soberbia, porque es desgracia que no sufrí nunca, ni en la infancia, ni en la escuela, ni en el hogar.

Y para que también se asombren los lectores, creo que debo darles noticia ahora y aquí de una anécdota de la posguerra, del año 44 o 45, cuando menos. Me encontré en la calle de la Montera con un ex funcionario del Ayuntamiento de Segovia, que había sido maurista, primero, y falangista furibundo luego, acaso antes loco que malvado. Me saludo con grandes extremos y me dijo:

-¿Qué fue de ti en la guerra?

- Pues en la cárcel.

- Pues dónde te cogió?

- En La Granja.

- ¿En La Granja? ¿Desde el principio?

- Desde el principio.

- ¿Pero estabas allí cuando íbamos nosotros?

- Sin duda.

- ¿Y como no te matamos?...

Tampoco yo sé cómo no me mataron ni cómo nadie me pegó nunca. Y eso que en mis recuerdos de adolescencia está el presentimiento de morir a los treinta y tantos años y tenía 37 en este verano del año 36. Ya ven Vs., estamos en el 66 y sobrevivo al cautiverio.

La realidad con que me encontré en el guadarnés cuando los requetés nos dejaron en nuestra intimidad no era agradable. La guardia abría el portón dos veces al día: por la mañana, para hacer aguas mayores y menores, y por la tarde, para lavarnos en el pilón. Esta segunda apertura se suprimió a partir del escándalo del día de mi ingreso. Para las necesidades corporales urgentes había un cubo en el centro de la sala, junto a un pie de madera. Pero un cubo era muy poca cabida para 24 horas y el orín, con muestras de las características colitis veraniegas, era charco muy ancho cuando llegaba la mañana y las dos ventanas enrejadas que ventilaban el cuarto no daban aire suficiente. Por conducto del guardia que nos guardaba, pedí y obtuve un saco de paja, y también conseguíamos alguna que otra vez que nos abrieran la puerta en casos de apremiantes necesidades.

El torturante olor a mierda fresca era permanente y se adensaba por las noches hasta hacer imposible el sueño; es claro que durante el día no había vigilancia interior y podíamos sestear tanto como nos viniera en gana. Nos cogía así en vigilia la llegada habitual de grupos nuevos a las doce de la noche. Sonaba la llave en la cerradura del portón, se abría este y entraban los seis, o los ocho, o los diez o doce de la redada de aquel día. Era ya habitual la pregunta:

-¿Quién os ha detenido?

-Bartolo.

La respuesta era invariable: Bartolo, y Bartolo era el tonto del pueblo; es decir, uno de los tontos, porque yo conocí dos en La Granja; el otro fue una pobre muchacha que no hizo mal a nadie y a la que todos trataban muy mal. Bartolo fue, en cambio, un verdadero símbolo de nuestra guerra civil; un tonto que se convierte en pieza fundamental de la acción contra el enemigo. Se debe recordar que en el ADELANTADO DE SEGOVIA y en el NORTE DE CASTILLA se prodigaban por entonces los entrefilets destacados en negritas: "Denunciad y detened"; "denunciad y detened", y Bartolo, el tonto de La Granja, tomaba la consigna al pie de la letra en su segunda parte: detenía. Para eso le habían entregado un fusil. Detenía; detuvo, hasta que le quitaron el fusil una noche que quiso divertirse disparándolo en la carretera de Segovia, hasta poner en armas a la guarnición entera. Le quitaron el fusil, pero, claro, no...

FIN

jueves, 12 de noviembre de 2015

LA MAESTRA DE LA GRANJA. ENRIQUETA CASTELLANOS PEREDA


Agradecemos la colaboración de Javier Fernández Fernández para la realización de esta entrada. Documentación extraída de su trabajo de fin de Máster: La construcción de una casa de huérfanos modélica, el Orfanato Nacional de El Pardo (febrero de 1931- febrero 1934), Máster en Memoria y Crítica de la Educación, curso académico 2012-2013. Univ. de Alcalá. Las fotografías pertenecen al archivo Enriqueta Castellanos.

El blog Arqueología de Imágenes se suma a la celebración por la reedición de Estampas de aldea presentando a Enriqueta Castellanos, maestra de La Granja desde 1925 a 1931.
En el padrón municipal de San Ildefonso de cédulas personales del año 1931 nos aparece el matrimonio formado por Pablo de A. Cobos y Enriqueta Castellanos Pereda, ambos maestros nacionales.

Enriqueta, natural de Madrid, de 29 años, casada y con cinco hijos menores declara que vive en la calle Reina, 4 (antigua casa de los maestros y hoy parte del Ayuntamiento) y que tiene unos ingresos de 3.000 pesetas mensuales.




Retrato de Enriqueta Castellanos Pereda, maestra en La Granja (1925-1931). Archivo Enriqueta Castellanos.

Ella misma nos cuenta su actividad docente en La Granja:

LO QUE HICE EN MI ESCUELA DURANTE LOS TRES ÚLTIMOS AÑOS.

Cuando me sentí responsable dentro de mi escuela procuré ante todo conquistar el cariño de las niñas para lo que no les escatimé el mío, haciéndoles ver en mí no la maestra que riñe y siempre está seria, sino la amiga más segura dispuesta a escuchar en todo momento y a responder a toda pregunta. Y cuando conseguí la confianza de las chiquillas y les hice olvidar el movimiento instintivo de cubrirse la cara si alguna vez levantaba la mano al pasar junto a ellas (tan acostumbradas estaban a los cachetes) sentí cierto contento que aumentó al comprobar el que las niñas experimentaban cuando estaban conmigo. Recordé muchas veces las horas vividas en las colonias y recordando los cantos que allí aprendí quise rememorar aquellas horas y se los enseñé con gran entusiasmo suyo.

Quise enseñarles gimnasia rítmica y alguna danza: conseguí la ayuda de una señorita, mas pronto se cansó y tuve que desistir de mi empeño. En la escuela era imposible por el local deficiente que teníamos, sin otras salas que las clases y sin patio: los ejercicios gimnásticos los reservábamos para los días que salíamos de paseo, los jueves por la tarde cuando el tiempo lo permitía (pocos por cierto). Eran estos días verdaderas fiestas para las chiquillas, poco o nada acostumbradas a que la maestra organizara sus juegos y tomara parte en ellos: celebraban con gran regocijo el hallazgo de alguna piedra interesante o, cualquier mariposa o insecto que sirviera para la colección.

!Y cuánto más provechosa era cualquier lección dada, un día de paseo, que diez hechas en la escuela! Recuerdo siempre la ilusión que despertaba el paseo que solíamos hacer todos los años a ver el origen del Eresma! !Qué bien se enteraban aquel día todas las niñas de cuanto se decía! ¡Cuántos temas de conversación teníamos para días sucesivos! Pero las familias entorpecían esta labor pues consideraban que sus hijas perdían el tiempo cuando en vez de estar cerradas en la escuela salían al campo. Como si éste no fuera el mejor sitio para encontrar cosas dignas de estudio.

En estos paseos siempre nos acompañaba un libro... "Cuando la Tierra era niña", "Platero y yo", "Poesías" de Machado, Gabriel y Galán…. !Con qué interés escuchaban todas y cómo llegaron a saborear la lectura de estos libros! !Cómo lloraban si leíamos la muerte de Platero!

Esta afición por la lectura me hizo pensar en la necesidad de la biblioteca. Pero ¿cómo adquirir libros con la irrisoria cantidad que el Estado daba para atender a todas las necesidades de la escuela si la partida de calefacción consumía casi la mitad de la consignación? No obstante, quise satisfacer la necesidad que aquellas criaturas tenían de la lectura, ellas que casi exclusivamente habían leído las torturadoras lecciones de memoria; reuní unos cuantos libros, comprando unos (los menos) y añadiendo otros míos. Hicieron un pequeño catálogo, nombraron bibliotecaria y auxiliar y muy modestamente comenzó a funcionar la biblioteca. Solo las niñas del tercer grado tomaban libros y quedaban obligadas a hacer un breve resumen de lo leído. Quedé contenta con los resultados pues observé que no solo leían las pequeñas sino que la mayor parte de las veces el libro era leído por toda la familia, que así empezó a interesarse por algo de la escuela. Con estos resultados me encariñé con la biblioteca y procuré por todos los medios aumentar el número de ejemplares llegando a reunir 180. Las bibliotecarias llevaban un cuaderno en que anotaban el título y autor, las fechas de entrega y devolución y el nombre de la lectora, pudiendo verse qué libros eran los preferidos por cada una.

Otra de mis primeras preocupaciones, dada la pobreza del pueblo, fue el funcionamiento de la Cantina escolar: pero si para el de la biblioteca encontré grandes obstáculos económicos, ni que decir tiene que infinitamente mayores fueron los que hallé para la Cantina. Sin embargo, ante la necesidad de lograrla, trabajé sin descanso y la conseguí, teniendo la alegría de poder dar comida sana y abundante a aquellos pequeños para los que el comer en la Cantina era asistir a un banquete constituyendo ésta la única comida seria que hacían en todo el día; y aprendieron a comer con limpieza y a manejar el cubierto. Los niños convivieron con las niñas ayudando los mayores a los pequeños a partir la carne y el pan, a servirse, etc, etc, y se acostumbraron a tratar amablemente a sus compañeras con las que también convivían en los juegos y excursiones.

El funcionamiento de la Cantina me hizo pensar en hacer un ensayo modesto de enseñanza menagère: pero como estaba instalada fuera de la escuela y yo había de atender a la clase, no pude estar en la cocina y a la cocinera no le resultaba agradable y tampoco sabía atender a las dos niñas que diariamente iban, y todo quedó reducido a que las pequeñas arreglaran y adornaran los comedores y atendieran al servicio mientras los: niños comían. El fregado de vajilla y lavado de mantelería intenté que lo hicieran alguna vez pero hube de desistir ante las protestas de las madres y convencida, por otra parte, de que aquellas niñas no necesitaban aprendizaje de cosas que diariamente hacían en sus casas.

Lo que más gustaba a las niñas y lo que con mayor cariño y entusiasmo atendían era la Sociedad infantil. Fundada a fines del año veintiséis, cada día iba tomando mayor vida y hubieran sido capaces de los mayores esfuerzos para evitar su disolución. Nació pobremente: treinta y tantas o cuarenta niñas del tercer grado comenzaron pagando una cuota de ingreso de 0,25 que quedó reducida a la semanal de 0,10. Con los fondos recaudados de esta forma y alguna otra cuota extraordinaria de 0,25 pudimos hacer la primera excursión a los seis meses de la fundación de la sociedad. Fuimos a Segovia, capital que muchas niñas no conocían a pesar de la proximidad (once kilómetros), dándose el caso de niñas que subían por primera vez en autobús siendo éste el único medio de comunicación del pueblo. La emoción de aquellas chiquillas en su primera excursión es cosa que no olvidaré, como creo no olvidarán ellas las impresiones de aquel día: los incidentes y las visitas al Acueducto, Catedral, Alcázar, l Parral… ¡Qué lindo trabajo hicieron algunas después!

Ni que decir tiene que esta primera salida avivó el entusiasmo de las pequeñas y despertó el de los mayores que empezaron a darse cuenta de la importancia de la función escolar y lo demostraron con la emoción con que acudieron a despedirnos y a esperarnos, con expresivas muestras de agradecimiento hacia mi labor. Con esto logramos también una pequeña ayuda económica por parte del Ayuntamiento que consignó 25 pts en sus presupuestos como subvención para la sociedad, y con esta ayuda y el aumento de asociadas hicimos el primer pedido de libros para la biblioteca, a cuyo fin, según el reglamento deberían dedicarse 5 pts mensuales.

Al año siguiente fuimos a El Escorial; a Ávila el año veintinueve, y el treinta hicimos tres excursiones: en mayo Riofrío, en setiembre a Coca por Santa María de Nieva, y en octubre a Sepúlveda, yendo por Turégano y volviendo por Pedraza.

En todas estas excursiones, aparte de la convivencia entre los niños y niñas de La Granja, logramos la de éstos con los de las localidades que visitábamos, con los que de antemano les habíamos puesto en comunicación, dándose la nota simpática de que después hicieron ellos por su cuenta, intercambios, pasando temporadas en casa de los amigos.

Al calor de la Sociedad Infantil nació la de antiguas alumnas, creada ante la insistencia de muchachas mayores, que, sin haber sido discípulas mías, sintieron cierta pena al ver no podían disfrutar ellas como sus hermanas pequeñas. Tanto insistieron que no pude negarme y en noviembre de 1929 quedó fundada con la cuota mensual de una peseta. Aun siendo pocas las asociadas y no grande la cuota, en setiembre del 30 fuimos a El Escorial que era uno de los sitios que más les interesaba por haber oído hablar de sus bellezas a sus hermanillas.

No obstante lo bien que la sociedad se desenvolvía, en reunión celebrada en marzo de 1931 en que les anuncie mi nombramiento para Barcelona, acordaron disolverla, pues no quisieron quedara en manos de las otras maestras que nunca vieron estas cosas con simpatía.

Una de las notas más simpáticas que logré con estas sociedades fué el acostumbrar a las muchachas al autogobierno; ellas manejaban sus fondos y llevaban SUS libros de contabilidad y de actas, redactaban Memorias a final de año en las que quedaba reflejado todo el entusiasmo y el cariño que sentían y eran verdaderamente atrayentes las sesiones que celebraban y la seriedad con que se observaba el riguroso turno para hacer uso de la palabra.

OBSTÁCULOS QUE HE ENCONTRADO PARA REALIZAR MI LABOR Y COMO LOS HE VENCIDO

El mayor obstáculo y más doloroso para mí lo encontré en la compañeras que, lejos de secundar mi labor, favorecieron siempre la crítica de las familias y procuraron aumentarme las dificultades. Dura fue la censura que las familias hicieron cuando suprimí el libro de estudio que hasta entonces habla sido el martirio de las niñas. Lo mismo pasó cuando empecé a enseñarles cantos regionales, llegando a decirme públicamente, en tono de acusación, que enseñaba “cantos callejeros" en la escuela. No diré nada de cómo aumentaron las censuras cuando apareció en clase el muñeco adquirido para que las mayores hicieran las ropitas para vestirle y aprender a ponerle debidamente las prendas de recién nacido; entonces se comentaba diciendo que en la escuela se jugaba a las muñecas en lugar de dar lección de memoria. Lo mismo ocurrió sobre los trabajos manuales y el dibujo. Pero luego, cuando con motivo de las excursiones las millas fueron acercándose a mí y pude hablarles de las ventajas que cada una de estas cosas reportaba a sus hijas, poco a poco me capté las simpatías, y como contaba con al cariño de las niñas y como en sus casas veían era un disgusto para ellas el tener que faltar a la escuela, conquisté su confianza y, con ella, acabaron casi. por completo los reproches que se me dirigían.

Más difíciles de vencer fueron siempre los inconvenientes económicos que entorpecieron y retardaron el funcionamiento de la biblioteca y de la cantina. Sin embargo, maduré el plan y lo llevé a la práctica: pedí su colaboración al director de la graduada de niños; contando con ella esperé la época veraniega y fuimos los dos casa por casa pidiendo donativos para reunir con ellos cantidad con que poder acometer la instalación del comedor. En esta empresa sufrimos, naturalmente, grandes desencantos, pero no fué inútil y logramos recaudar una suma modesta que nos permitió abordar la realización del proyecto, logrando así mismo alguna suscripción entre las personas acomodadas de la localidad.

Encontramos otro nuevo inconveniente: la escuela no tenía sala donde instalar el comedor. Qué hacer? Acudimos a las oficinas de la administración del entonces real patrimonio y conseguimos la cesión de un local próximo a la escuela que ocupaban unas monjas durante el verano. Obtuvimos del favor particular las mesas y sillas necesarias y tan pronto como dispusimos del menaje indispensable inauguramos el comedor con veintiocho niños que eran todos los, que cabían en el local cedido.

Más tarde solicité la ayuda del Ministerio de Instrucción Pública que nos otorgó una subvención de mil pts el primer año y dos mil los últimos. En vista del desahogo económico que esta ayuda nos proporcionaba y ampliando el comedor, acordamos aumentar el número de raciones a veinte niños y veinte niñas. La cantina funcionaba durante los meses comprendidos de noviembre a marzo, ambos inclusive. Aunque las suscripciones particulares disminuían de día en día por la apatía del pueblo, que era el mayor enemigo que tenía la cantina, se mantuvo bien gracias a la subvención citada, y al cesar yo el 31 de marzo del año actual en el cargo de secretaria, quedaban unas cuatro mil pts en la Caja Postal.

No fueron tan grandes los obstáculos que hallé para el funcionamiento de la biblioteca. Dediqué a la adquisición de libros veinte o veinticinco pts del presupuesto escolar y cincuenta o sesenta de la Sociedad Infantil y pronto logré disponer de ejemplares suficientes para que todas las niñas hicieran una lectura semanal.

Esto en mi escuela de La Granja. Nombrada en abril maestra de Barcelona, no se inauguró el grupo a que fuí destinada hasta el 18 de mayo. Tuve la mala suerte de no tener directora por hallarse enferma y me encargaron de 20 niñas analfabetas por falta de escolaridad (muchachas hasta de doce años) y sinceramente creo que el mes y medio que estuve con ellas obtuve muy poco o ningún resultado: al menos comprobé que pasado el verano no quedaba ninguna señal de mi labor. Ya al frente de la escuela la directora, hube de encargarme de la clase de Castellano organizada en virtud del Decreto sobre bilingüismo: cuarenta niñas en total, desde párvulos hasta las de trece años, algunas de las cuales cursan primer año de Bachillerato. Una unitaria en la que encuentro múltiples inconvenientes, en que trabajo mucho y obtengo poco y que me obliga, a veces, a sentir nostálgico recuerdo de mi escuela de La Granja.

Qué más hice yo? Ciertamente lo expuesto no es ninguna novedad, pero cuando fuí a La Granja el último verano y acudieron a verme las niñas, cuando recibo cartas de las muchachas que convivieron conmigo durante seis años, que ya son mujercitas, y veo mezclados el respeto, la confianza y al cariño, creo fue esto lo mejor y llego a pensar no es tan poco como parece.

Barcelona 24 noviembre 1931

Enriqueta Castellanos [firmado y rubricado]



Enriqueta Castellanos en el Mar, con unos amigos. Archivo Enriqueta Castellanos.



Enriqueta Castellanos, con unos amigos, en el Último Pino. Archivo Enriqueta Castellanos.